Agatha en el Orient Express by Javier Cosnava & Teresa Ortiz-Tagle

Agatha en el Orient Express by Javier Cosnava & Teresa Ortiz-Tagle

autor:Javier Cosnava & Teresa Ortiz-Tagle [Cosnava, Javier & Ortiz-Tagle, Teresa]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2023-02-14T00:00:00+00:00


CAPÍTULO 20:

DÍA 4. ESTÁ MUERTA

Amanecía. Eran las siete y once minutos de la mañana. Polrot había dormido más de diez horas seguidas. Hacía años que no dormía tanto. Aquello reflejaba el estado de agitación, de cansancio, de hastío, en que se hallaba su mente. Los recuerdos de la guerra, la batalla de Ypres, el terrible presente, el frío, el hambre… todo aquello le estaba pasando factura. También la fiebre. Debía estar al menos a treinta y ocho y medio.

Pero debía concentrarse, se repetía, debía resolver aquel caso, salvar la vida y retornar a la civilización. Entonces todo volvería a la normalidad. Al menos, eso esperaba.

Trató de focalizar sus pensamientos en lo que acababa de suceder. Ana Carrasco estaba en brazos de su marido. Lloraba apoyada en su hombro.

—Vamos, Ana, mi dulce Daria. Ánimo —⁠le susurraba al oído el maharajá.

Se hallaban delante de la puerta del compartimiento de Juliet Bell. Del interior acababa de salir Chartres, que se hizo a un lado.

—Tras la muerte de mi compañero, el chef de train me encargó que esta noche vigilase el coche cama —⁠le informó⁠—. A eso de las siete llegó la esposa del maharajá desde el otro vagón y me dijo que estaba preocupada por Juliet y…

—¿Ella la llamó Juliet y no madame Bell?

—Juliet, sí, eso dijo.

—Perfecto. Continuez s’il vous plait.

Chartres afirmó con la cabeza y dijo:

—Entonces la señora entró, dio un grito y dijo que estaba muerta. Entré a comprobarlo y en efecto la señora Bell se hallaba en el sofá cama, cubierta de sangre.

Esta vez fue Polrot movió la cabeza afirmativamente. Antes de entrar, sin embargo, hizo otra pregunta:

—¿Los pestillos no estaban echados?

—¿Los pestillos?

—¿Ni usted ni la maharaní tuvieron que forzar la puerta?

—No, ninguno de los dos. La señora llamó dos veces, no obtuvo respuesta y entró con solo girar el pomo del tirador. Y cuando yo entré la puerta ya estaba abierta.

El detective penetró en el compartimiento. Olía a sangre, a cerrado, a enfermedad. Juliet Bell estaba postrada, de lado. Junto a su mano derecha había un abrecartas muy parecido al que había acabado con la vida de Charles Windleshaw. La anciana llevaba un camisón subido hasta el abdomen. Bajo el pecho izquierdo, casi tocando la axila, se veía una gran incisión, un orificio enorme del que había manado mucha sangre, ahora seca.

Una voz de mujer dijo:

—Debió morir ayer por la tarde, a juzgar por el rigor mortis completo.

Polrot se volvió y contempló Agatha. Estaba muy hermosa aquella mañana, pensó. Y le gustaba que fuese a cada minuto más perspicaz. Aumentaba su atractivo y magnetismo personal.

—Je pense que tu as raison. Falleció poco después de que nos quejásemos en este mismo pasillo por la cancelación de la cena.

—¿Crees que alguno de nosotros…? ¿Alguno de los pasajeros entró aprovechando el momento y la atacó como a Windleshaw con un abrecartas?

Polrot suspiró. Tenía frío. Mucho frío. Y la fiebre le atenazaba. Apenas podía pensar. Se inclinó de nuevo sobre el cadáver. La incisión era demasiado grande. ¿Quién apuñalaría a la pobre mujer



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